Era difícil no fijarse en Bill Clinton en el otoño de 1970. Llegó a la Facultad de Derecho de Yale con una pinta que lo hacía parecer más un vikingo que un estudiante que había recibido la beca Rhodes y que regresaba después de dos años de estancia en Londres. Era alto y, si conseguías traspasar la maraña de la barba rojiza y la melena de pelo rizado, era bastante guapo. Parecía rezumar vitalidad y energía por todos los poros de su piel. Cuando lo vi por primera vez en la sala de estudiantes de la Facultad de Derecho, estaba dándoles un discurso a un grupo de compañeros que lo escuchaban atentamente. Mientras me acercaba, lo oí decir: "... y no sólo eso, ¡también cultivamos las sandías más grandes del mundo!" Le pregunté a una amiga: "¿Quién es ése?" "Oh, ése es Bill Clinton - dijo-. Es de Arkansas y siempre habla de ello."
Nos cruzamos alguna vez en el campus, pero no nos conocimos hasta una noche de la primavera siguiente en la biblioteca de Derecho de Yale. Yo estaba estudiando y Bill estaba en pie en el vestíbulo hablando con otro estudiante, Jeff Gleckel, que trataba de convencerlo para que escribiera en el Yale Law Journal. Me di cuenta de que Bill me miraba una y otra vez. Últimamente lo había hecho muchas veces, así que me levanté del escritorio, me acerqué a él y le dije: "Si vas a seguir mirándome así y yo voy a seguir devolviéndote las miradas, será mejor que nos presentemos. Yo soy Hillary Rodham." Y así fue como sucedió. Según cuenta la historia Bill, él ni siquiera fue capaz de recordar su propio nombre.